Una vez me preguntaron en qué me beneficia ser solidario y, aunque me desconcertó un poco la pregunta, debo reconocer que me llevó a pensar. Y lo primero que vino a mi mente fue la sensación que me genera el bienestar de otro, a quien —y esto puede sonar extraño— probablemente no conozco. Considero que, a partir de esto, se da una relación, más allá de que, tal vez, nunca nos veamos las caras. Llama la atención pensarlo de este modo, porque en general uno le da una mano a quien conoce. Entonces, a partir de ese vínculo un poco anónimo, un poco no, nace la solidaridad. Conocemos a las personas primero por sus necesidades y luego por sus nombres. Aunque sea raro, no creo que opaque el hecho de colaborar. Se trata, asimismo, de una acción totalmente desinteresada: ayudo porque ese otro no puede acceder a la satisfacción de ciertas necesidades, del orden que sea: alimenticias, de formación, de equipamiento, viáticos, etcétera. Entonces, ¿qué me da a mí ayudar a otros? Sobre todo, la alegría que les produce ver que un problema, que quizás les pesaba desde hace tiempo, ya no lo es. Esa alegría, esa gratitud, representa, para mí, el mayor premio de ser solidario.
Para ir un poco más allá de la sensación, hay quizás un camino. Con esto me refiero a que, para conformar el círculo virtuoso de la solidaridad, tenemos que contar con la posibilidad de ofrecer algo a alguien, del orden que sea. Claro que, dado el contexto de la pandemia, las actividades sociales como el voluntariado presencial deberán esperar un poco más o tomar formatos diferentes. Por ejemplo, hacer una subasta por una plataforma de videoconferencias, adaptar los recitales al formato virtual, y todo lo que tenga el fin de ayudar a los demás es bienvenido.
Por último, está la cuestión de devolver algo a la sociedad: es una experiencia única enseñar o dar algo al prójimo, de esa forma estás contribuyendo a devolver lo que otros te dieron de manera altruista, conformando ese círculo virtuoso.